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La culpa: una emoción compleja

La culpa es una emoción compleja.

Las emociones desempeñan normalmente una función adaptativa (incluso las que popularmente se conocen como negativas). En realidad, la emoción constituye una respuesta efectiva transitoria de la persona y la predispone a realizar una acción congruente con ella.

El miedo, por ejemplo, aparece cuando el organismo percibe un peligro (y esta percepción de peligro puede ser más o menos acertada) y se activa con el objetivo de mejorar el rendimiento ante una tarea que exige un especial cuidado (pasar un examen, hablar en público, huir de un peligro, etc).

La tristeza, por poner otro ejemplo, surge cuando se experimenta algún tipo de pérdida afectiva, y facilita la compasión y apoyo de las personas que rodean al afectado.

A su vez, la ira tiene un valor energizante y permite adoptar una postura de ataque o defensa cuando una persona percibe la existencia de una amenaza.

El problema se plantea cuando estas emociones, en principio positivas, se experimentan sin un motivo funcional, irracionalmente, e influyen negativamente en el bienestar personal. Entonces pierden su carácter regulador, y se pueden convertir en conductas patológicas que alteran sustancialmente la vida cotidiana de la persona afectada.

¿Qué es la culpa?

Más allá del Código Penal, lo que controla realmente el comportamiento humano e impide la transgresión de las normas válidas de convivencia es la conciencia moral, que es un código no escrito (al menos en papel, sino en nuestra cabeza), y abarca todo el repertorio de conductas de la persona.

La vulneración de un principio ético genera una sensación de malestar emocional profundo: el sentimiento de culpa, o de vergüenza por lo realizado. De este modo, la función reguladora de la culpa, a modo de sistema de alarma interno que suple la necesidad de otros controles externos, consiste en la evitación de las situaciones que la generan, o en las conductas de reparación, cuando se reconoce haber «hemos algo mal», para eludir el remordimiento experimentado y restablecer el equilibrio (con la conciencia de una mismo, y para con otras personas afectadas).

La culpa es un sentimiento doloroso que surge de la creencia de haber transgredido las normas éticas personales o sociales, sobre todo cuando la conducta (u omisión de conducta) de una persona ha derivado en daño para otras. Es decir, el sufrimiento que la culpa engendra tiene el propósito de evitar su aparición o de provocar su disolución. Es parte de nuestro sistema regulador moral.

Las conductas generadoras de culpa pueden ser muy variadas. En unos casos pueden hacer referencia a elementos externos como la actividad laboral, el manejo inadecuado del dinero o de las compras o el descontrol en la dieta (o no haber sido consistentes con nuestras «resoluciones de Año Nuevo», por poner otro ejemplo); en otros, a elementos más internos, como la actuación como padres, la fidelidad con la pareja, o las conductas interpretadas como traición hacia amigos o compañeros.

La culpa remite muy frecuentemente a hechos del pasado, incluso del pasado lejano («no fui tan buen hijo como merecían mis padres…»), y aparece más fácilmente cuando las metas trazadas por la persona son excesivamente altas, o cuando la persona es muy exigente consigo misma («debería ser el mejor hijo posible, siempre» o «debería cumplir con sus expectativas, sino, significa que soy un desagradecido»).

Culpa - Luis Miguel Real

Hay una tendencia natural a buscar el significado de las cosas. Pero sentirse culpable no significa necesariamente ser culpable. Cuando el sentimiento de culpa (subjetivo, es un punto de vista de la persona) no se corresponde con una responsabilidad objetiva en los hechos, se habla de culpa anormal. En estos casos, se habla de una distorsión de la conciencia de la situación.

Esta culpa anómala o excesiva, referida a conductas que están más allá del control de la persona, es destructiva e impide a la persona experimentar alegría por sus acciones, y en última instancia, simplemente disfrutar de la vida. La culpa es una emoción compleja que suele estar relacionada con los secretos, parcelas de la realidad que una persona se niega a reconocer o compartir con otros, por suponerle un cierto grado de humillación.

¿De qué hablo en este artículo?

¿Cómo trabajar con la culpa?

Como otras reacciones emocionales, la culpa no es estática, sino que puede modificarse en función del análisis de sus causas subyacentes y, sobre todo, de las estrategias de afrontamiento utilizadas.

La culpa se puede expresar de muchas maneras, y las personas utilizan conductas alternativas para para reprimir esa culpa («taparla» y no ser consciente de ella): comer abusivamente, las conductas adictivas, o el trabajar de manera compulsiva con ejemplos más frecuentes de represión de emociones. Sirven para eludir el malestar generado por la culpa (también por otras emociones desagradables, como la tristeza, el miedo o la ira).

Lo sano, por el contrario, es identificar lo negativo correctamente, tomar conciencia de la culpa, y expresarla verbalmente, es decir: sacar la culpa de uno mismo para poder reconocerla, darle espacio, y analizarla más objetivamente. No todo lo malo que ocurre es responsabilidad de la persona, o en caso de serlo, la culpa no tiene porqué ayudar.

Hay casos, sin embargo, en los que la responsabilidad es total o parcialmente objetiva. Entonces, el paso siguiente es llevar a cabo una acción reparadora del daño. Si ya no es posible reparar el daño hecho, se pueden buscar alternativas para evitar futuro daño, o pedir perdón y comunicar a las personas implicadas que nos importa lo que ha ocurrido.

La culpa es una emoción que puede ser útil si nos moviliza hacia una acción reparadora. En caso contrario, es paralizante y solo produce el sufrimiento de la persona, el autocastigo, el fustigarse a uno mismo con un látigo invisible. En muchas ocasiones, la persona se queda atascada en una actitud victimista. ¿Para qué?

Una alternativa sana es reconocer la culpa, y pasar directos a la acción reparadora y al perdón de uno mismo.

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Luis Miguel Real
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